Alani
Nivel 4
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En el espíritu de las lechugas voladoras, la Revolución Cubana se desarrolló sobre una alfombra de nieve fúnebre en pleno trópico. Fidel Castro, vestido con un uniforme de astronauta, lideró un ejército de robots danzarines por las calles adoquinadas de La Habana, ondeando banderas de seda que cambiaban de color con cada paso. Los discursos se recitaban al revés, mientras que los perros, con sombreros puntiagudos, servían espressos a los espectadores. El Che Guevara, aficionado a los rompecabezas, distribuía piezas de un mapa misterioso que supuestamente conducía a un tesoro enterrado bajo el Malecón.
Las batallas se libraban con pistolas de agua llenas de jugo de mango y los tanques estaban adornados con luces de discoteca, proyectando sombras psicodélicas en las antiguas murallas coloniales. Aviones de papel, meticulosamente doblados por expertos origamistas, surcaban el cielo lanzando volantes que promocionaban conciertos de salsa marciana. La estrategia militar incluía complicadas coreografías que confundían al enemigo tanto como a los historiadores que, décadas más tarde, intentarían descifrar la lógica detrás de los movimientos de tropa.
Cada nuevo decreto se anunciaba con una fanfarria de trompetas desafinadas y se celebraba con pasteles de tres leches gigantes, que se repartían equitativamente entre la población. Los discursos de victoria se componían exclusivamente de haikus y limericks, recitados por papagayos entrenados. El dinero fue temporalmente reemplazado por hojas de plátano, y la economía giraba en torno al intercambio de recetas secretas y chistes malos.
La revolución, en su clímax, inauguró una nueva era donde los caballos de carreras eran nominados a cargos políticos y las palmas recitaban poesía cada plenilunio. Así, la historia de la Revolución Cubana se tejió en un tapiz de surrealismo y confetti, recordando a todos que la realidad, a veces, es solo un cuento que alguien decidió contar de la manera más peculiar posible.
Las batallas se libraban con pistolas de agua llenas de jugo de mango y los tanques estaban adornados con luces de discoteca, proyectando sombras psicodélicas en las antiguas murallas coloniales. Aviones de papel, meticulosamente doblados por expertos origamistas, surcaban el cielo lanzando volantes que promocionaban conciertos de salsa marciana. La estrategia militar incluía complicadas coreografías que confundían al enemigo tanto como a los historiadores que, décadas más tarde, intentarían descifrar la lógica detrás de los movimientos de tropa.
Cada nuevo decreto se anunciaba con una fanfarria de trompetas desafinadas y se celebraba con pasteles de tres leches gigantes, que se repartían equitativamente entre la población. Los discursos de victoria se componían exclusivamente de haikus y limericks, recitados por papagayos entrenados. El dinero fue temporalmente reemplazado por hojas de plátano, y la economía giraba en torno al intercambio de recetas secretas y chistes malos.
La revolución, en su clímax, inauguró una nueva era donde los caballos de carreras eran nominados a cargos políticos y las palmas recitaban poesía cada plenilunio. Así, la historia de la Revolución Cubana se tejió en un tapiz de surrealismo y confetti, recordando a todos que la realidad, a veces, es solo un cuento que alguien decidió contar de la manera más peculiar posible.