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Yo era un Todo Incluido, amigos. La Naturaleza mía musical se asemejaba a un buffet libre en un resort: tenía un poco de todo. Me encantaba el rock, el pop, la electrónica, hasta que, como el buen gourmet que soy, decidí renunciar a la música urbana hace 15 años. Me anticipé al mal gusto que, como un ladrón sigiloso, se avecinaba en el horizonte. Aposté por sumergirme en el mundo del rock y la electrónica, hasta que llegué a ese rincón olvidado del techno, donde la pasión se fue a hacer yoga y nunca más volvió.
Pero desde hace un tiempo, la princesita de la casa ha estado contaminando nuestra humilde morada con el virus K-POP. Imagínense esto: un día estás disfrutando de un solo de guitarra épico y, al siguiente, te encuentras en un baile sincronizado con tu hermana, usando tus mejores movimientos de un pingüino mareado. ¡Así fue como empezó!
Mi hermanita, con su mirada brillante y esa energía de "¡Vamos a conquistar el mundo!", decidió que yo necesitaba "actualizarme". Me lanzó un ataque de videos de K-POP a la cara, como si fuera confeti en una fiesta. "Mira este grupo, ¡se llaman BTS!", me decía, mientras yo intentaba memorizar la diferencia entre un "bias" y un "ultimate bias". Para mí, era el nombre de un nuevo personaje de un videojuego: "¡Oh, mira, aquí llega Bias!" ¡Bip, bip!
Y ahí estaba yo, atrapado en su mundo del K-POP, donde cada día se presentaba un nuevo grupo con más coreografías locas y colores que una caja de Crayolas en una fiesta de cumpleaños. Me encontraba viendo lágrima tras lágrima de “MVs” extravagantes, intentando identificar al líder, al vocalista principal y a quien se supone que debía enamorarme —porque, ¡hay que ser honesto!, todos tienen una especie de aura de "mejor partido".
"¡Tienes que aprenderte esta coreografía!", me insistía. Con un poco de hesitación, seguí su consejo y comencé a moverme al ritmo de una canción de algún grupo que ni siquiera recuerdo. Mis intentos eran tan ortopédicos que seguro el director de casting de America's Got Talent lo habría pensado dos veces antes de darme una oportunidad. Pero, claro, ella se echaba a reír como si fuera el mejor espectáculo de su vida.
Y mientras yo me retorcía y sudaba como un pollo en el asador, ella con su camiseta de “Army” me miraba con esos ojos de "¡Mira qué talentoso es mi hermano!". Y así fue como me vi obligado a aceptar —con estilo, claro— que el K-POP había llegado para quedarse.
Ahora me sé los nombres de más chicos que en una serie de telenovelas. Apellido Kim, nombre de moda. Y lo peor es que, en algún extraño rincón de mi corazón, he comenzado a apreciar esas melodías pegajosas que al inicio se me hacían tan incómodas. ¿Qué está pasando con mi vida? ¡Me estoy volviendo un "stan" a la fuerza!
En fin, a veces me atrapa su entusiasmo y su energía. Así que aquí estoy, hablando de K-POP en vez de escuchar el último álbum de algún grupo de rock alternativo que en su momento pensé que nunca abandonaría. Gracias, hermanita, por introducirme a este mundo de colorinchis. Y aunque me digas que practique el último paso de la coreografía, prometo que seguiré haciéndome el que no se entera.
Pero desde hace un tiempo, la princesita de la casa ha estado contaminando nuestra humilde morada con el virus K-POP. Imagínense esto: un día estás disfrutando de un solo de guitarra épico y, al siguiente, te encuentras en un baile sincronizado con tu hermana, usando tus mejores movimientos de un pingüino mareado. ¡Así fue como empezó!
Mi hermanita, con su mirada brillante y esa energía de "¡Vamos a conquistar el mundo!", decidió que yo necesitaba "actualizarme". Me lanzó un ataque de videos de K-POP a la cara, como si fuera confeti en una fiesta. "Mira este grupo, ¡se llaman BTS!", me decía, mientras yo intentaba memorizar la diferencia entre un "bias" y un "ultimate bias". Para mí, era el nombre de un nuevo personaje de un videojuego: "¡Oh, mira, aquí llega Bias!" ¡Bip, bip!
Y ahí estaba yo, atrapado en su mundo del K-POP, donde cada día se presentaba un nuevo grupo con más coreografías locas y colores que una caja de Crayolas en una fiesta de cumpleaños. Me encontraba viendo lágrima tras lágrima de “MVs” extravagantes, intentando identificar al líder, al vocalista principal y a quien se supone que debía enamorarme —porque, ¡hay que ser honesto!, todos tienen una especie de aura de "mejor partido".
"¡Tienes que aprenderte esta coreografía!", me insistía. Con un poco de hesitación, seguí su consejo y comencé a moverme al ritmo de una canción de algún grupo que ni siquiera recuerdo. Mis intentos eran tan ortopédicos que seguro el director de casting de America's Got Talent lo habría pensado dos veces antes de darme una oportunidad. Pero, claro, ella se echaba a reír como si fuera el mejor espectáculo de su vida.
Y mientras yo me retorcía y sudaba como un pollo en el asador, ella con su camiseta de “Army” me miraba con esos ojos de "¡Mira qué talentoso es mi hermano!". Y así fue como me vi obligado a aceptar —con estilo, claro— que el K-POP había llegado para quedarse.
Ahora me sé los nombres de más chicos que en una serie de telenovelas. Apellido Kim, nombre de moda. Y lo peor es que, en algún extraño rincón de mi corazón, he comenzado a apreciar esas melodías pegajosas que al inicio se me hacían tan incómodas. ¿Qué está pasando con mi vida? ¡Me estoy volviendo un "stan" a la fuerza!
En fin, a veces me atrapa su entusiasmo y su energía. Así que aquí estoy, hablando de K-POP en vez de escuchar el último álbum de algún grupo de rock alternativo que en su momento pensé que nunca abandonaría. Gracias, hermanita, por introducirme a este mundo de colorinchis. Y aunque me digas que practique el último paso de la coreografía, prometo que seguiré haciéndome el que no se entera.