M
Miembro 290
Invitado
En aquella época tenía sólo veinticuatro años. Ya entonces mi vida era sombría, desordenada y solitaria hasta la hosquedad. No tenía amigos ni conocidos, evitaba hablar con la gente y me iba acurrucando cada vez más en mi madriguera. Durante mi trabajo, en la oficina, procuraba no fijar la vista en nadie y me percataba claramente de que mis colegas no sólo me tenían por un tipo raro, sino que además ―o al menos así me parecía― me miraban casi con asco. Uno de los oficinistas tenía una cara repugnante, picada de viruelas, la cara, diríase de un facineroso. Con una cara así yo no me atrevería a mirar a nadie. Otro tenía un uniforme tan raído y pringoso que nadie podía acercarse a él por el mal olor que despedía. Y, sin embargo, ninguno de estos señores parecía avergonzarse de su atavío, de su cara, o de la impresión moral que producía. Ninguno de ellos imaginaba que alguien pudiera mirarle con asco; y, aun de habérselo imaginado, no le habría importado, con tal que sus jefes se dignasen mirarle. Ahora comprendo perfectamente que, a causa de mi infinita vanidad y, por ende, de mi morbosa sensibilidad en todo lo tocante a mi persona, solía observarme a mí mismo con un feroz disgusto rayano en asco, y por ello tendía a atribuir a los demás mi propio estado de ánimo. Por ejemplo, detestaba mi propia cara, la veía como si fuera la cara de un pillo, e incluso sospechaba que su expresión era ruin; por eso cada vez que iba a la oficina trataba angustiosamente de comportarme con la mayor independencia posible para que no fueran a creer que era servil y para dar a mi semblante el aspecto más digno posible. “Pues sí, mi cara es fea ―me decía―, pero al menos trataré de que parezca digna, expresiva y sobre todo extraordinariamente inteligente.” Pero sabía tan plena como penosamente que mi cara nunca expresaría ninguno de esos atributos. Lo más horrible era que me parecía estúpida sin lugar a dudas. Me habría contentado con que me pareciese inteligente. Incluso habría tolerado su expresión ruin si al mismo tiempo esa cara les hubiera parecido a otros enormemente inteligente.
Ni que decir tiene que detestaba a todos esos oficinistas, desde el primero hasta el último. Los despreciaba a todos; y, sin embargo, también los temía. A veces sucedía que los ensalzaba por encima de mí mismo. Me ocurría que de pronto los despreciaba y al instante siguiente los tenía por mejores que yo. Un hombre honrado y bien instruido no puede ser vanidoso sin exigirse mucho y sin menospreciarse a veces hasta el extremo de odiarse a sí mismo. Pero tanto si menospreciaba a mis colegas como si los ensalzaba por encima de mí, bajaba los ojos casi siempre que me encontraba con alguno de ellos.
(Pequeño extracto que me ha parecido magnífico.)
F. Dostoyevski
Ni que decir tiene que detestaba a todos esos oficinistas, desde el primero hasta el último. Los despreciaba a todos; y, sin embargo, también los temía. A veces sucedía que los ensalzaba por encima de mí mismo. Me ocurría que de pronto los despreciaba y al instante siguiente los tenía por mejores que yo. Un hombre honrado y bien instruido no puede ser vanidoso sin exigirse mucho y sin menospreciarse a veces hasta el extremo de odiarse a sí mismo. Pero tanto si menospreciaba a mis colegas como si los ensalzaba por encima de mí, bajaba los ojos casi siempre que me encontraba con alguno de ellos.
(Pequeño extracto que me ha parecido magnífico.)
F. Dostoyevski