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Un día, los chicos de una clase de primaria fueron a hacer una excursión. Se montaron todos en el autobús escolar y se pasaron el día completo afuera, sin imaginar la desgracia que el destino les había reservado. Al atardecer, el bus se dispuso a regresar al colegio donde serían recogidos por sus padres, solo que durante el trayecto tenían que pasar cerca de la estación de ferrocarriles. Ansioso por terminar con su turno como chófer, el conductor quiso tomar un atajo y sin avisarle a los profesores, decidió atravesar una de las vías, aparentemente solitaria. Justo cuando se encontraba en medio, el autobús se apagó y el silbido distante de una locomotora se anunció, aterrando a los niños. Desesperado, el chófer intentó encender el transporte una y otra vez sin éxito. Las puertas no respondían, estaban atrapados en el interior. El tren dobló una curva y se dirigió a toda velocidad contra ellos… Esa noche todos los niños murieron. El autobús había recibido un fuerte impacto y muchos de ellos sido arrollados por el ferrocarril. No hubo un solo sobreviviente. Desde entonces se dice que las vías aquellas están malditas. Por mera curiosidad, mi primo y yo decidimos visitarlas para averiguar si aquello era verdad, ignorando las advertencias de muchos vecinos. Recuerdo que al llegar nos estacionamos lo más cerca que nos fue posible; no estábamos midiendo las consecuencias de lo terrible que podía ser jugar al tonto en aquel lugar. El cielo se oscureció y permanecimos allí estáticos, simplemente esperando a que algo sucediera. Estábamos tan nerviosos, que cuando mi primo me sugirió que volviéramos a casa no puse ningún pretexto. Sin embargo antes de que pudiera arrancar el coche, algo insólito sucedió: este comenzó a rodar solo hasta las vías del tren. Aterrados, nos abrazamos y tratamos de salir, en vano. Cinco largos minutos transcurrieron hasta que el coche paró de moverse y finalmente, pudimos encenderlo. Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño durante las horas siguientes. Decidimos salir de San Antonio esa misma noche y tras seis horas de camino, sin hablar en la carretera, fuimos capaces de estar frente a nuestro hogar. Al bajarnos del vehículo, nos dimos cuenta de que este había acumulado una buena cantidad de polvo durante el camino. No obstante, no fue ese detalle el que nos heló la sangre. Sin dar crédito a lo que veíamos, nos quedamos mirando las ventanas con atención. Decenas de manos pequeñas se encontraban marcadas sobre el vidrio.