Koala ?
Nivel 2
- 70
- 93
Es una de las obras de arte más famosas del mundo, y de las que más han
tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de
la iglesia de Santa Maria delle Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está
pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada durante la
Segunda Guerra Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como
Ghirlandaio y Nicolas Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador
Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena bíblica, es la de
Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La
encontramos reproducida en múltiples versiones que abarcan ambos extremos del
espectro de los gustos, desde lo sublime hasta lo ridículo.
Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se
ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el
plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo libros completamente
cerrados. Así ocurre con La Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira,
con casi todas las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del
Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a
unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al
principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a
generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante nuestra
sorprendida mirada, e increíble que una información tan explosiva hubiese
permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser descubierta por nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación histórica o
religiosa.
Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La
Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en
el contexto conocido de los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal
como la vería un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan
archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y
la miremos de verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.
El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo
el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido
de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud
contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos
extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta
es la Última Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó
el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y
beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar algún cáliz o
copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento. Al fin y al
cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz»
(otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que
murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay
vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso
tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?
tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de
la iglesia de Santa Maria delle Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está
pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada durante la
Segunda Guerra Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como
Ghirlandaio y Nicolas Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador
Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena bíblica, es la de
Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La
encontramos reproducida en múltiples versiones que abarcan ambos extremos del
espectro de los gustos, desde lo sublime hasta lo ridículo.
Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se
ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el
plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo libros completamente
cerrados. Así ocurre con La Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira,
con casi todas las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del
Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a
unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al
principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a
generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante nuestra
sorprendida mirada, e increíble que una información tan explosiva hubiese
permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser descubierta por nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación histórica o
religiosa.
Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La
Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en
el contexto conocido de los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal
como la vería un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan
archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y
la miremos de verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.
El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo
el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido
de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud
contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos
extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta
es la Última Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó
el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y
beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar algún cáliz o
copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento. Al fin y al
cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz»
(otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que
murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay
vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso
tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?