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Tostoncito Ricote
Invitado
Recientemente terminé de leer la novela "La Caída" de Albert Camus. Una obra redactada en forma de monólogo que se enfoca en un diálogo falso con un personaje oyente que es muy fácil de ser asumido por el lector. En sus páginas son muchos los temas que son tratados desde una perspectiva emocional que busca dar respuesta a cuestiones como qué es el hombre, qué es la libertad, qué hacer con ella, qué es lo ético y cuál es el deber del ser. Este libro es sin dudas una invitación a conversar con su protagonista: un juez-penitente llamado Jean-Baptiste Clamence que vive en Ámsterdam. A mí me encantó y espero volver a leerlo después de un tiempo. Si se motivan a su lectura o ya han leído la novela, recibiré con gusto sus impresiones. Les comparto un fragmento:
Créame, las religiones se engañan desde el momento en que comienzan a hacer moral y a fulminar mandamientos. Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar.
Nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, bastan para ello. El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme. Conocí algo peor: el juicio de los hombres. Para ellos no existen circunstancias atenuantes y hasta la buena intención la imputan al crimen. ¿Ha oído usted hablar, por lo menos, de la celda de los gargajos, que un pueblo imaginó recientemente para probar que era el más grande de la tierra? Se trata de una caja hecha de mampostería, en la que el prisionero se mantiene de pie; pero allí no puede moverse. La sola puerta que lo encierra en la concha de cemento se abre a la altura del mentón.
De fuera, pues, sólo se le ve el rostro en el que cada guardián que pasa escupe abundantemente.
El prisionero, apretado en la celda, no puede limpiarse la cara, aunque le esté permitido, eso es cierto, cerrar los ojos. Pues bien, querido amigo, ésta es una invención de hombres. Aquí no tuvieron necesidad de Dios para realizar esa pequeña obra maestra.
¿Entonces? Entonces, la única utilidad de Dios consistiría en garantizar la inocencia. Y yo concebiría la religión más bien como una gran empresa de limpieza; lo que, por lo demás fue, aunque brevemente, durante tres años, para ser exactos, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón. Tenemos la nariz sucia y nos quitamos los mocos mutuamente. Todos roñosos, todos castigados, escupámonos unos a otros y, ¡hup, a la mazmorra estrecha! La cuestión está en saber quién será el primero en escupir. Eso es todo. Le diré un gran secreto, querido amigo. No espere usted el Juicio Final, se verifica todos los días.
Créame, las religiones se engañan desde el momento en que comienzan a hacer moral y a fulminar mandamientos. Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar.
Nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, bastan para ello. El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme. Conocí algo peor: el juicio de los hombres. Para ellos no existen circunstancias atenuantes y hasta la buena intención la imputan al crimen. ¿Ha oído usted hablar, por lo menos, de la celda de los gargajos, que un pueblo imaginó recientemente para probar que era el más grande de la tierra? Se trata de una caja hecha de mampostería, en la que el prisionero se mantiene de pie; pero allí no puede moverse. La sola puerta que lo encierra en la concha de cemento se abre a la altura del mentón.
De fuera, pues, sólo se le ve el rostro en el que cada guardián que pasa escupe abundantemente.
El prisionero, apretado en la celda, no puede limpiarse la cara, aunque le esté permitido, eso es cierto, cerrar los ojos. Pues bien, querido amigo, ésta es una invención de hombres. Aquí no tuvieron necesidad de Dios para realizar esa pequeña obra maestra.
¿Entonces? Entonces, la única utilidad de Dios consistiría en garantizar la inocencia. Y yo concebiría la religión más bien como una gran empresa de limpieza; lo que, por lo demás fue, aunque brevemente, durante tres años, para ser exactos, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón. Tenemos la nariz sucia y nos quitamos los mocos mutuamente. Todos roñosos, todos castigados, escupámonos unos a otros y, ¡hup, a la mazmorra estrecha! La cuestión está en saber quién será el primero en escupir. Eso es todo. Le diré un gran secreto, querido amigo. No espere usted el Juicio Final, se verifica todos los días.