pcarballosa
Nivel 5
- 1,236
- 1,375
Ogontai observó una vez más a la descomunal criatura que se movía en sus cercanías, mucho más grande que su propia envergadura a pesar de su nada despreciable tamaño. Desde la posición en donde se encontraba, parado en la cima de una poco empinada meseta cubierta de vegetación, pudo ver casi en primer plano como llegaba con pesado paso hasta donde se levantaba uno de los altos árboles de tronco color gris moteado, y se detenía cual si meditara. La frondosa copa movida por la brisa, en donde la luz del sol poniente teñía de carmesí las hojas superiores, pareció llamar en particular la atención de la bestia, pues unos instantes después de detenerse se puso a mirarla de cuando en cuando.
El animal no estaba solo, venía en compañía de otros parecidos, como si formaran parte de una misma manada. Pero sólo ese se aventuró a acercársele lo suficiente a Ogontai, y hasta dio la impresión de que también lo escudriñaba. La desacostumbrada presencia no pareció ponerlo nervioso en lo más mínimo, tal vez debido a la escafandra reforzada de color rojo del Naslem, que impedía detectar su olor característico. Fue como si no se diera cuenta de que estaba en las cercanías de un ser extraño a su mundo, o como si lo hiciera, mas, luego de evaluarlo, por error no lo considerara peligroso.
En todo caso, los tiernos retoños de la copa del árbol pronto le resultaron irresistibles a la bestia. Por lo visto, por su experiencia, los bocados de más difícil acceso eran los más sabrosos. En el rostro de Ogontai, el rostro propio de un ser maduro de su especie: estrecho y pétreo como obsidiana, en donde resaltaban un par de ojos salientes de forma esférica y de dimensión más bien exagerada, se mostró la emoción cuando la vio erguirse. Hasta hacía poco el animal se había estado entreteniendo dándole mordiscos a otras ramas menos elevadas a medida que caminaba. Pero ahora, con sus patas delanteras posadas en un costado del tronco del árbol, y parado sobre sus fuertes patas traseras y su cola para llegar con su largo cuello curvado hasta donde estaba el follaje, su vista sí que era impresionante, aun si no fuera más que porque la nueva pose lo hacía verse mucho más grande.
El veterano Naslem respiró tan profundamente el helado flúor que inundaba el interior de su escafandra que empañó por un instante el visor de su casco. Era del todo evidente que estaba satisfecho, y no sólo por su suspiro, sino también por la mueca de contento que se esbozó en su rostro. Y no era para menos. El descubrimiento de planetas en sistemas solares situados a varios millones de períodos-luz de Olán no era nada nuevo para los Naslem; llevaban tantos centenares de milenios peregrinando que se podría decir a ciencia cierta que era cosa de casi todas las décadas. Pero un planeta como ese, tan tóxico para su especie debido al elevado contenido de oxigeno de su atmósfera, y casi cubierto por enormes océanos de combustible que, sin embargo, no ardían en las condiciones en que se encontraban, era digno de ser mencionado en los reportes oficiales. Y como si esto fuera poco, las formas de vida que había encontrado le recordaban a Ogontai las predicciones de su propio padre. Era en planetas como ese en los que se podría desarrollar la vida basada en los compuestos del carbono, una forma de vida que, si se pensaba, nunca había sido vista realmente hasta su llegada. Los propios Naslem estaban constituidos por compuestos de silicio, como era natural, y eso era lo común en toda su galaxia.
La mueca de contento de Ogontai se hizo más marcada cuando en su mente se conformó la imagen de la cara que pondría Uludai cuando se enterara de su hallazgo. El secretario del Consejo Científico siempre se había opuesto a su expedición alegando que sería un gasto poco práctico para el imperio que la enorme nave de exploración Endarion saliera hacia ese sistema que recién habían descubierto las sondas. Y no satisfecho con esto, se la había pasado ridiculizando la idea desde el estrado, seguro de que los Primordiales lo seguirían, aun cuando sabía que en el susodicho sistema se habían encontrado planetas que era posible albergaran vida desconocida hasta ese día. Pero lo peor de todo era que Ogontai conocía la verdad; sabía que la negatividad de Uludai no tenía nada que ver con las finanzas, y se asombraba de que esos Naslem, que osaban llamarse a sí mismos científicos, no comprendieran la escala de sus investigaciones, y pusieran sus deseos y sus ambiciones por encima de la ciencia. El motivo real del comportamiento hostil de Uludai hacia su persona consistía en que el secretario continuaba resentido después de haber sido desdeñado por Olidana. La chica Naslem había preferido a Ogontai, y se había unido a su grupo de exploración, con lo que había hecho de Uludai un enemigo para nada despreciable para éste. Por otro lado, el secretario estaba consciente de que si Ogontai conseguía otro planeta en donde todavía no se hubiera manifestado la vida inteligente, pero en el que existieran todas las condiciones para su desarrollo futuro, tendría una nueva oportunidad de comprobar su principio, y eso, sin duda, incrementaría su influencia a largo plazo. Por eso no podía permitirle seguir adelante, y de no ser por Olodea, que sospechó del raro proceder de Uludai, y por su condición de miembro Primordial del Consejo de los Naslem, la importante misión se hubiera ido a la basura.
—¡Olodea! ¡Pronto regresaré a Olán y celebraremos nuestro triunfo! —exclamó Ogontai para sí, y posó sus ojos en el extraño cielo celeste que lo cubría, donde en ese instante se desplazaban unas ralas nubecillas blancas impulsadas por la brisa.
Pero como si desmintiera sus palabras, su rostro se mostró de pronto adusto, y su cuerpo se sintió cansado.
El rostro de Olidana pareció conformarse en las nubecillas y Ogontai lo miró con ojos maravillados de lo hermoso que se veía. El sol poniente teñía las nubes y lo hacía verse tan lleno de colores como en los días de fiesta. ¿Hacía cuánto no la veía? Podría estarlo mirando hasta que la luz de la estrella de ese sistema se agotara, y no lo hizo sólo porque la bestia herbívora se dejó caer pesadamente y sintió como vibraba el suelo con las puntas de sus múltiples extremidades. Eso lo obligó a prestarle atención y caminó para separarse un poco de ella luego de respirar profundamente otra vez el flúor de su reserva. Era duro, mas no había remedio, y no debía desanimarse. Tenía que ser fuerte y no fallarle a los otros, a los pocos que lo esperaban más allá del cielo y del añorado rostro de Olidana, abordo de la Endarion; o que en ese momento estaban en los puntos de control que había señalado en el salvaje planeta azul que exploraba, el tercero de su mundo. Esos eran los únicos que creían en su principio, y no podía permitir que lo vieran derrotado.
Ogontai se detuvo cuando estaba cerca del borde del precipicio y miró a la lejanía como si en ella pudiera encontrar nuevas esperanzas. Desde las faldas de la meseta se extendía un valle, también lleno de vegetación, que se recortaba en las márgenes pedregosas de un río de tumultuosa corriente. El cielo celeste se reflejaba en el fluido de combustible y lo volvía azulado, y por la orilla se movían varios de los Naslem que habían descendido, como si fueran puntos encarnados. En ellos precisamente se posaron las esferas cuando Ogontai bajó la vista. Las enormes pupilas oscuras que había en estas, como las lentes de unos binoculares, se hicieron de pronto pequeñas mirando lo que hacían. Por lo visto no faltaba mucho para terminar la recolección de muestras, y eso una vez más lo llenó de tristeza.
No obstante, no se entretuvo mucho en eso, y se volvió con la celeridad de un rayo cuando sintió un ruido a sus espaldas. En su torso colgaba un cañón de plasma, y una de sus extremidades no tardó en blandirlo. No hacía mucho de su llegada al planeta, mas sí lo suficiente como para saber que no todas las criaturas que lo poblaban eran tan mansas e inofensivas como la que había estado observando.
—¡Permiso, comandante Ogontai! —dijo uno de sus subordinados y lo saludó, con lo que Ogontai colocó su arma en su sitio—. No deseo molestarlo, pero, es hora de comenzar a desplegar los Zondastok —manifestó el oficial seguidamente, cuando Ogontai volvió a mirarlo—. Los preparativos para el funcionamiento, y las pruebas para la puesta a punto, han concluido con éxito —reportó cuadrándose.
Ogontai lo miró a los ojos, y sólo entonces se percató de la otra vibración que podía percibir en las puntas de sus extremidades. Por un instante desvió la vista hasta donde se encontraba la inmensa fábrica andante y se le hizo un nudo en la garganta. La luz del sol se reflejaba en la cubierta de un blanco de plata hecha de iridio y eso le recordó otra vez a Olidana. Esa vez había sido más difícil, se había tenido que desarrollar una tecnología nueva para conseguir montar las trampas, y ella había sido la ingeniera principal que la había creado. Por otra parte, si los Zondastok estaban listos para ser desplegados, eso significaba que podrían emprender la partida más rápido de lo que se había imaginado, y tendría que irse del lugar en donde había visto a Olidana por última vez en su vida.
—Bien… —hizo un esfuerzo para responder y en su rostro se mostró la mueca de costumbre, como si estuviera complacido—. Debes informar a los que han descendido, Ulazán, que comience el despliegue de todos los Zondastok de inmediato —ordenó estirando uno de sus largos brazos y vio como el Naslem lo saludaba de nuevo con uno de los suyos y daba media vuelta para retirarse.
Los ojos del comandante siguieron a Ulazán por un momento; y luego se posaron otra vez, llenos de tristeza, en la criatura de metal. El ruido de los potentes motores no tardó en llegarle a través de los sistemas de su escafandra. En ese instante el Zondastok más cercano se ponía de pie poco a poco sobre sus numerosas patas de metal blancuzco, y sobrepasaba por mucho con su tamaño a los árboles más altos. El engendro estuvo parado por un corto intervalo, como si procesara las órdenes, y después se puso en marcha lentamente, como un inmenso escarabajo. La nube de oscuro humo que salía de las toberas superiores no demoró en elevarse al cielo, y el ruido de sus motores se hizo más marcado. Pero Ogontai no le prestó mucha atención a eso, y se puso a mirar como embelesado los troncos de los árboles que el ingenio iba arrancando a su paso, cual si de simples briznas de paja se tratara.
En eso estuvo hasta que recordó a la bestia herbívora y desvió la mirada para verla. El animal se había espantado con el ruidoso estruendo de la fábrica y corría para alejarse del lugar, como si presintiera el peligro. Él mismo estaba consciente de que cuando ese robot de reluciente cubierta comenzara sus labores era probable que esa especie tan hermosa pereciera para siempre. Y eso no le causaba placer, ni le gustaba. Pero sin duda era un sacrificio necesario para obtener los recursos imprescindibles para proteger a su raza en un lejano futuro, y uno mucho menos importante, pues aun cuando le dolía, comparado con su otra pérdida, no era nada.
—Los Zondastok han sido activados, comandante Ogontai —dijo Ulazán como si Ogontai no pudiera verlo, esta vez a través del sistema de enlace.
Ogontai miró como otro Naslem le indicaba a varios de los suyos que salieran del camino de una de las bestias zancudas y pareció sonreírse con desgano.
—Está bien, Ulazán —dijo por fin en un susurro—. Los nuestros deben retirarse a la Endarion de inmediato, por razones de seguridad… Nuestra misión en la superficie ha concluido con esto —ordenó con voz de mando luego de una pausa.
Entonces dio otro vistazo a su entorno, y caminó lentamente hacia la nave de descenso que lo esperaba cerca de donde ya sólo estaban las huellas de un Zondastok, en medio de un iluminado claro que gradualmente se oscurecía.
El animal no estaba solo, venía en compañía de otros parecidos, como si formaran parte de una misma manada. Pero sólo ese se aventuró a acercársele lo suficiente a Ogontai, y hasta dio la impresión de que también lo escudriñaba. La desacostumbrada presencia no pareció ponerlo nervioso en lo más mínimo, tal vez debido a la escafandra reforzada de color rojo del Naslem, que impedía detectar su olor característico. Fue como si no se diera cuenta de que estaba en las cercanías de un ser extraño a su mundo, o como si lo hiciera, mas, luego de evaluarlo, por error no lo considerara peligroso.
En todo caso, los tiernos retoños de la copa del árbol pronto le resultaron irresistibles a la bestia. Por lo visto, por su experiencia, los bocados de más difícil acceso eran los más sabrosos. En el rostro de Ogontai, el rostro propio de un ser maduro de su especie: estrecho y pétreo como obsidiana, en donde resaltaban un par de ojos salientes de forma esférica y de dimensión más bien exagerada, se mostró la emoción cuando la vio erguirse. Hasta hacía poco el animal se había estado entreteniendo dándole mordiscos a otras ramas menos elevadas a medida que caminaba. Pero ahora, con sus patas delanteras posadas en un costado del tronco del árbol, y parado sobre sus fuertes patas traseras y su cola para llegar con su largo cuello curvado hasta donde estaba el follaje, su vista sí que era impresionante, aun si no fuera más que porque la nueva pose lo hacía verse mucho más grande.
El veterano Naslem respiró tan profundamente el helado flúor que inundaba el interior de su escafandra que empañó por un instante el visor de su casco. Era del todo evidente que estaba satisfecho, y no sólo por su suspiro, sino también por la mueca de contento que se esbozó en su rostro. Y no era para menos. El descubrimiento de planetas en sistemas solares situados a varios millones de períodos-luz de Olán no era nada nuevo para los Naslem; llevaban tantos centenares de milenios peregrinando que se podría decir a ciencia cierta que era cosa de casi todas las décadas. Pero un planeta como ese, tan tóxico para su especie debido al elevado contenido de oxigeno de su atmósfera, y casi cubierto por enormes océanos de combustible que, sin embargo, no ardían en las condiciones en que se encontraban, era digno de ser mencionado en los reportes oficiales. Y como si esto fuera poco, las formas de vida que había encontrado le recordaban a Ogontai las predicciones de su propio padre. Era en planetas como ese en los que se podría desarrollar la vida basada en los compuestos del carbono, una forma de vida que, si se pensaba, nunca había sido vista realmente hasta su llegada. Los propios Naslem estaban constituidos por compuestos de silicio, como era natural, y eso era lo común en toda su galaxia.
La mueca de contento de Ogontai se hizo más marcada cuando en su mente se conformó la imagen de la cara que pondría Uludai cuando se enterara de su hallazgo. El secretario del Consejo Científico siempre se había opuesto a su expedición alegando que sería un gasto poco práctico para el imperio que la enorme nave de exploración Endarion saliera hacia ese sistema que recién habían descubierto las sondas. Y no satisfecho con esto, se la había pasado ridiculizando la idea desde el estrado, seguro de que los Primordiales lo seguirían, aun cuando sabía que en el susodicho sistema se habían encontrado planetas que era posible albergaran vida desconocida hasta ese día. Pero lo peor de todo era que Ogontai conocía la verdad; sabía que la negatividad de Uludai no tenía nada que ver con las finanzas, y se asombraba de que esos Naslem, que osaban llamarse a sí mismos científicos, no comprendieran la escala de sus investigaciones, y pusieran sus deseos y sus ambiciones por encima de la ciencia. El motivo real del comportamiento hostil de Uludai hacia su persona consistía en que el secretario continuaba resentido después de haber sido desdeñado por Olidana. La chica Naslem había preferido a Ogontai, y se había unido a su grupo de exploración, con lo que había hecho de Uludai un enemigo para nada despreciable para éste. Por otro lado, el secretario estaba consciente de que si Ogontai conseguía otro planeta en donde todavía no se hubiera manifestado la vida inteligente, pero en el que existieran todas las condiciones para su desarrollo futuro, tendría una nueva oportunidad de comprobar su principio, y eso, sin duda, incrementaría su influencia a largo plazo. Por eso no podía permitirle seguir adelante, y de no ser por Olodea, que sospechó del raro proceder de Uludai, y por su condición de miembro Primordial del Consejo de los Naslem, la importante misión se hubiera ido a la basura.
—¡Olodea! ¡Pronto regresaré a Olán y celebraremos nuestro triunfo! —exclamó Ogontai para sí, y posó sus ojos en el extraño cielo celeste que lo cubría, donde en ese instante se desplazaban unas ralas nubecillas blancas impulsadas por la brisa.
Pero como si desmintiera sus palabras, su rostro se mostró de pronto adusto, y su cuerpo se sintió cansado.
El rostro de Olidana pareció conformarse en las nubecillas y Ogontai lo miró con ojos maravillados de lo hermoso que se veía. El sol poniente teñía las nubes y lo hacía verse tan lleno de colores como en los días de fiesta. ¿Hacía cuánto no la veía? Podría estarlo mirando hasta que la luz de la estrella de ese sistema se agotara, y no lo hizo sólo porque la bestia herbívora se dejó caer pesadamente y sintió como vibraba el suelo con las puntas de sus múltiples extremidades. Eso lo obligó a prestarle atención y caminó para separarse un poco de ella luego de respirar profundamente otra vez el flúor de su reserva. Era duro, mas no había remedio, y no debía desanimarse. Tenía que ser fuerte y no fallarle a los otros, a los pocos que lo esperaban más allá del cielo y del añorado rostro de Olidana, abordo de la Endarion; o que en ese momento estaban en los puntos de control que había señalado en el salvaje planeta azul que exploraba, el tercero de su mundo. Esos eran los únicos que creían en su principio, y no podía permitir que lo vieran derrotado.
Ogontai se detuvo cuando estaba cerca del borde del precipicio y miró a la lejanía como si en ella pudiera encontrar nuevas esperanzas. Desde las faldas de la meseta se extendía un valle, también lleno de vegetación, que se recortaba en las márgenes pedregosas de un río de tumultuosa corriente. El cielo celeste se reflejaba en el fluido de combustible y lo volvía azulado, y por la orilla se movían varios de los Naslem que habían descendido, como si fueran puntos encarnados. En ellos precisamente se posaron las esferas cuando Ogontai bajó la vista. Las enormes pupilas oscuras que había en estas, como las lentes de unos binoculares, se hicieron de pronto pequeñas mirando lo que hacían. Por lo visto no faltaba mucho para terminar la recolección de muestras, y eso una vez más lo llenó de tristeza.
No obstante, no se entretuvo mucho en eso, y se volvió con la celeridad de un rayo cuando sintió un ruido a sus espaldas. En su torso colgaba un cañón de plasma, y una de sus extremidades no tardó en blandirlo. No hacía mucho de su llegada al planeta, mas sí lo suficiente como para saber que no todas las criaturas que lo poblaban eran tan mansas e inofensivas como la que había estado observando.
—¡Permiso, comandante Ogontai! —dijo uno de sus subordinados y lo saludó, con lo que Ogontai colocó su arma en su sitio—. No deseo molestarlo, pero, es hora de comenzar a desplegar los Zondastok —manifestó el oficial seguidamente, cuando Ogontai volvió a mirarlo—. Los preparativos para el funcionamiento, y las pruebas para la puesta a punto, han concluido con éxito —reportó cuadrándose.
Ogontai lo miró a los ojos, y sólo entonces se percató de la otra vibración que podía percibir en las puntas de sus extremidades. Por un instante desvió la vista hasta donde se encontraba la inmensa fábrica andante y se le hizo un nudo en la garganta. La luz del sol se reflejaba en la cubierta de un blanco de plata hecha de iridio y eso le recordó otra vez a Olidana. Esa vez había sido más difícil, se había tenido que desarrollar una tecnología nueva para conseguir montar las trampas, y ella había sido la ingeniera principal que la había creado. Por otra parte, si los Zondastok estaban listos para ser desplegados, eso significaba que podrían emprender la partida más rápido de lo que se había imaginado, y tendría que irse del lugar en donde había visto a Olidana por última vez en su vida.
—Bien… —hizo un esfuerzo para responder y en su rostro se mostró la mueca de costumbre, como si estuviera complacido—. Debes informar a los que han descendido, Ulazán, que comience el despliegue de todos los Zondastok de inmediato —ordenó estirando uno de sus largos brazos y vio como el Naslem lo saludaba de nuevo con uno de los suyos y daba media vuelta para retirarse.
Los ojos del comandante siguieron a Ulazán por un momento; y luego se posaron otra vez, llenos de tristeza, en la criatura de metal. El ruido de los potentes motores no tardó en llegarle a través de los sistemas de su escafandra. En ese instante el Zondastok más cercano se ponía de pie poco a poco sobre sus numerosas patas de metal blancuzco, y sobrepasaba por mucho con su tamaño a los árboles más altos. El engendro estuvo parado por un corto intervalo, como si procesara las órdenes, y después se puso en marcha lentamente, como un inmenso escarabajo. La nube de oscuro humo que salía de las toberas superiores no demoró en elevarse al cielo, y el ruido de sus motores se hizo más marcado. Pero Ogontai no le prestó mucha atención a eso, y se puso a mirar como embelesado los troncos de los árboles que el ingenio iba arrancando a su paso, cual si de simples briznas de paja se tratara.
En eso estuvo hasta que recordó a la bestia herbívora y desvió la mirada para verla. El animal se había espantado con el ruidoso estruendo de la fábrica y corría para alejarse del lugar, como si presintiera el peligro. Él mismo estaba consciente de que cuando ese robot de reluciente cubierta comenzara sus labores era probable que esa especie tan hermosa pereciera para siempre. Y eso no le causaba placer, ni le gustaba. Pero sin duda era un sacrificio necesario para obtener los recursos imprescindibles para proteger a su raza en un lejano futuro, y uno mucho menos importante, pues aun cuando le dolía, comparado con su otra pérdida, no era nada.
—Los Zondastok han sido activados, comandante Ogontai —dijo Ulazán como si Ogontai no pudiera verlo, esta vez a través del sistema de enlace.
Ogontai miró como otro Naslem le indicaba a varios de los suyos que salieran del camino de una de las bestias zancudas y pareció sonreírse con desgano.
—Está bien, Ulazán —dijo por fin en un susurro—. Los nuestros deben retirarse a la Endarion de inmediato, por razones de seguridad… Nuestra misión en la superficie ha concluido con esto —ordenó con voz de mando luego de una pausa.
Entonces dio otro vistazo a su entorno, y caminó lentamente hacia la nave de descenso que lo esperaba cerca de donde ya sólo estaban las huellas de un Zondastok, en medio de un iluminado claro que gradualmente se oscurecía.
***
En la ovalada pantalla principal del puente de la Endarion podía verse, cuando Ogontai entró por la puerta que conducía a éste, como rotaba lentamente la oscurecida esfera del planeta azul que la nave nodriza orbitaba. Estaba circunvalada por su único satélite, que parecía una hoz de color dorado levitando en su costado derecho debido a la posición de la estrella que lo iluminaba.
El comandante se había desprendido de su escafandra y vestía su uniforme de oficial de las Fuerzas de Protección Planetaria Naslem. Miró la estancia desde la puerta y vio que reinaba el orden y varios de sus subordinados se desempeñaban en sus puestos. Eso pareció hacerlo sentir satisfecho, y dio unos pasos para dirigirse a su propio puesto de mando. Pero no había recorrido una larga distancia cuando se encontró con los ojos risueños de su pequeña Ulana, nacida durante la travesía. Eso no le gustó para nada, a juzgar por la transformación que sufrió la expresión de su rostro, y buscó con la vista a su Primer Oficial. La criatura le había cogido cierto apego al puente de mando, le había dado por ir a divertirse en ese sitio, tal vez debido a la infinidad de luces de colores parpadeantes. Pero se lo tenía prohibido y por eso le había ordenado expresamente a su gente que la echaran en caso de que se presentara. En cambio, ahora se la encontraba dentro del puente, y para colmo de males, sentada en su propio puesto de mando como si nada. ¿Qué hubiera pasado si Ulana hubiera estado presente cuando su difunta madre envió sus últimas palabras desde su nave en llamas?
Ogontai resopló cuando pudo localizar a su Primer Oficial, y miró otra vez la pantalla para calmarse un poco.
En ese momento ya los Zondastok estaban concluyendo su despliegue, y a medida que lo hacían enviaban constantemente sus señales de localización a la Endarion, que las reflejaba en la pantalla como luces pulsantes en la superficie del planeta. En la zona de tierra visible desde la nave, la noche había caído del todo, y, además de las señales de los Zondastok, sólo podían verse en ella los bordes de la atmósfera, encendidos por la cegadora luz de la estrella como pasaba con su satélite.
—¡Papá… ya has vuelto! —exclamó Ulana sin poder contenerse por más tiempo y corrió hacia Ogontai como si no lo viera desde hacía mucho.
El grito alertó a los ocupantes del puente, que no habían notado la llegada del líder de la expedición, y todos se incorporaron y saludaron. El Primer Oficial, por su parte, corrió a donde Ogontai y se cuadró mientras éste envolvía en sus brazos a la pequeña criatura y le hacía caricias, como si nada pasara. Ulana se rió despreocupadamente, mas el oficial estaba consciente de lo que le esperaba. Y cuando Ogontai lo miró sin que su hija se diera cuenta, movió la cabeza a los lados y levantó sus largos brazos hacia la pulida superficie metálica que los cubría, como si le pidiera clemencia. Eso bastó para que la irritación que Ogontai sentía desapareciera; o puede que eso se debiera a la risa de la muchachita. Después de todo, estaba consciente de que luego de la pérdida de su madre nadie podría negarle nada a esa vivaracha chica.
—Sí, ya estoy contigo nuevamente, mi tesoro —dijo Ogontai sintiendo como su corazón se llenaba de ternura por su hija, y le hizo una señal a los Naslem que se mantenían de pie para que volvieran a sus obligaciones.
Entonces caminó llevando a la criatura en los brazos hasta que se detuvo delante de su puesto de mando, que semejando un trono, se encontraba situado en el medio del amplio recinto, para luego sentarse con Ulana en su regazo y mirarla con detenimiento.
La niña le recordaba a Ogontai a la madre y observándola a su mente volvieron raudos los recuerdos de la nefasta noche en que la había perdido. Era poco frecuente para los Naslem, con su avanzada tecnología, sufrir accidentes como ese, y el de la nave de Olidana se había producido solamente por culpa de las condiciones reinantes en ese planeta azul, tan distinto a todo lo que habían visto. La ingeniera había sido una de los primeros Naslem en descender para estudiar las condiciones y conseguir los datos que necesitaba para la construcción de los Zondastok, y para su puesta a punto. Esa tarea era primordial, era la causa central de la "visita", y debió ir y venir una decena de veces para lograrlo, a la vez que se realizaban los cambios en los cascos blindados. Y ahora Ulana era lo único que le quedaba de Olidana, y por eso la consentía en demasía sin poder evitarlo.
Ogontai posó una vez más sus ojos sobre la esfera del planeta, que seguía rotando indiferente a su dolor en el centro de la pantalla de la nave nodriza; y su rostro se ensombreció visiblemente a medida que en su corazón crecía la ira, como si mirara a su peor enemigo.
—¿Falta mucho para que regresemos a Olán, papito? Tengo ganas de conocerlo… y de ver a otras niñas —murmuró la criatura en los brazos de su padre y lo sacó de sus pensamientos.
—No… en cuanto vuelvan los demás la Endarion partirá de regreso —dijo Ogontai y le hizo caricias en la cabeza para ver como cerraba los ojitos—. El hiperespacio nos llevará raudo a casa —susurró.
Era tan agradable oír la voz de su pequeña, y se sintió contento de que no le preguntara por su madre, como en los primeros días después de su partida. El corazón le dolía tanto cuando se veía obligado a mentirle.
Pero no pudo mirar a su hija por mucho tiempo, y volvió a posar los ojos en la pantalla principal de la Endarion. En la superficie de la esfera planetaria una nave ascendente dejaba a su paso una estela de luz azulada, delgada como un hilo, y ese hecho volvió a recordarle la noche del accidente de Olidana y rechinó los dientes sin poder controlarse. De su boca no demoró tampoco en salir una retahíla de palabras, como si le hablara al planeta en un susurro.
—Sí… Fuiste más fuerte que Uludai y lograste arrancarme a mi Olidana. Pero no pudiste derrotarme… pronto los Zondastok recogerán enormes cantidades de carbono y los convertirán en hidrocarburos que quedarán retenidos en tu subsuelo. Y si un lejano día, como predice mi Principio, una civilización pseudointeligente se desarrollara en tu superficie, comenzará a usarlos sin medida y cambiará tu clima hasta un punto en que no podrán sostenerse. Eso hará innecesario que nosotros, los Naslem, nos preocupemos por esa amenaza, pues según dicta mi Principio su propia codicia los llevará a la muerte.
La voz de Ogontai, o su raro vaticinio, llamó la atención de Ulana y la hizo mirarlo con asombro en los ojos.
—¿Qué dices, papá? —preguntó, y se rió cuando Ogontai se mostró sorprendido, y bajó la vista deprisa, como si no recordara que Ulana estaba en sus brazos.
De todas formas, la mueca de contento no tardó en emerger en la cara de Ogontai, y la niña se rió más cuando el padre le hizo caricias en el pétreo rostro oscuro.
—Nada… nada, hija mía, descansa —respondió Ogontai y la meció en su regazo.