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Si algo caracterizó a la inmigración del Celeste Imperio hacia Cuba fue el hecho de que resultó ser brutalmente masculina. Hubo mucho chino, pero casi ninguna china. Así lo demuestran los registros coloniales y republicanos:
En 1899, el censo de población realizado por el Gobierno Interventor reveló que en la Isla vivían 14 857 personas de «raza amarilla», de ellas 14 694 eran hombres y sólo 163 mujeres…!!Una china por cada 90 chinos!! Más de medio siglo después la situación había cambiado poco: Según el censo de población y vivienda de 1953, vivían en Cuba 16 657 personas de origen asiático – la casi totalidad chinos – 15 106 hombres y 1 551 mujeres. Más del 60 % del total de las personas de «raza amarilla» residía en La Habana, con una alta concentración alrededor del eje de la calle Zanja, donde habían constituido el Barrio Chino de la ciudad. A fuerza de constancia y trabajo duro muchos de los inmigrantes del Celeste Imperio prosperaron en el Barrio Chino de La Habana y algunos llegaron a acumular un capital considerable. Fueron estos últimos los que pudieron darse el lujo de mandar a buscar una esposa a China, lo que, a los ojos de una comunidad tan cerrada como la que establecieron los asiáticos en Cuba, era una muestra fehaciente de estatus. El chino común – categoría dentro de la que se contaban no pocos pequeños comerciantes – no podía, aunque lo deseara, ni soñar con «importar» una esposa desde China; una operación comercial que exigía no sólo un gasto considerable en dinero, sino también determinadas influencias dentro de las autoridades migratorias de la Isla y de su tierra natal.
Puesto entonces el chino inmigrante ante la alternativa de permanecer sin pareja el resto de su vida o llevarse por delante lo que apareciera, solía escoger la segunda opción.
Sin embargo, en una sociedad racista como la cubana de aquellos tiempos, que había visto llegar a los primeros chinos culies casi en condición de esclavos, se despreciaba a la «raza amarilla» y se le marginaba. Incluso las jóvenes blancas que no tenían ni donde caerse muertas se negaban a emparejarse con un chino por más dinero que este tuviese. Esa dificultad y el manifiesto desespero del chino inmigrante por encontrar pareja se reflejó en el imaginario popular en el dicho «búscate un chino que te ponga un cuarto» que ha llegado hasta nuestros días.
En 1899, el censo de población realizado por el Gobierno Interventor reveló que en la Isla vivían 14 857 personas de «raza amarilla», de ellas 14 694 eran hombres y sólo 163 mujeres…!!Una china por cada 90 chinos!! Más de medio siglo después la situación había cambiado poco: Según el censo de población y vivienda de 1953, vivían en Cuba 16 657 personas de origen asiático – la casi totalidad chinos – 15 106 hombres y 1 551 mujeres. Más del 60 % del total de las personas de «raza amarilla» residía en La Habana, con una alta concentración alrededor del eje de la calle Zanja, donde habían constituido el Barrio Chino de la ciudad. A fuerza de constancia y trabajo duro muchos de los inmigrantes del Celeste Imperio prosperaron en el Barrio Chino de La Habana y algunos llegaron a acumular un capital considerable. Fueron estos últimos los que pudieron darse el lujo de mandar a buscar una esposa a China, lo que, a los ojos de una comunidad tan cerrada como la que establecieron los asiáticos en Cuba, era una muestra fehaciente de estatus. El chino común – categoría dentro de la que se contaban no pocos pequeños comerciantes – no podía, aunque lo deseara, ni soñar con «importar» una esposa desde China; una operación comercial que exigía no sólo un gasto considerable en dinero, sino también determinadas influencias dentro de las autoridades migratorias de la Isla y de su tierra natal.
Puesto entonces el chino inmigrante ante la alternativa de permanecer sin pareja el resto de su vida o llevarse por delante lo que apareciera, solía escoger la segunda opción.
Sin embargo, en una sociedad racista como la cubana de aquellos tiempos, que había visto llegar a los primeros chinos culies casi en condición de esclavos, se despreciaba a la «raza amarilla» y se le marginaba. Incluso las jóvenes blancas que no tenían ni donde caerse muertas se negaban a emparejarse con un chino por más dinero que este tuviese. Esa dificultad y el manifiesto desespero del chino inmigrante por encontrar pareja se reflejó en el imaginario popular en el dicho «búscate un chino que te ponga un cuarto» que ha llegado hasta nuestros días.