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Ad Libitum

Albert

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Del libro “La colina y la piedra”, premio David 2019, en proceso de publicación.



Ad libitum



Para Yusmila,

el cuento y la dedicatoria prometidos.​



El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe,

sino tal como él se quiere.


Jean-Paul Sartre​





Nos acomodamos en una mesa junto a la ventana de cristal: dioses que observan desde la altura. Disfruto de la nueva vista que ofrece la ciudad. Desde acá, el atardecer parece distinto al de allá abajo, simples mortales. Hoy soy una hespéride, bromeo, una hija de Nyx. El deseo y la arbitrariedad se sientan a nuestro lado. William, todo de negro, me mira también divertido y toma la carta. Comenta algo sobre lo amplio del menú y pasa su melena por detrás de las orejas. El deseo hace un guiño y la arbitrariedad le responde con un coscorrón.

Meses. Decenas de meses compartiendo por chat, e-mail y solo hoy hemos tenido la suerte de descubrir las arrugas alrededor de nuestras bocas, el pequeño lunar oculto debajo del labio inferior, la mueca tan particular al sonreír… William es atractivo para su edad y posee muchas cualidades. Siempre he sentido inclinación por los hombres liberales e inteligentes. Más si pertenecen al mundo del arte: escritor, músico, pintor... Y él, como es de sospechar, cumple con la mayoría de estos requisitos. Es de esos con los que cualquier aventura puede resultar extra-interesante. Su forma desprejuiciada de vestir y comprender la existencia… No sé qué pensará el resto de las hespérides; en mí no puedo negar que despierta gran atracción. Pero solo eso… y él lo sabe. Ya mi mundo tiene techos y paredes donde respiro aclimatada y feliz. Ningún hombre logrará ser el centro de mi universo. Pertenezco al grupo selecto de las que les interesa más disfrutar del momento, conscientes de la brevedad de la vida. Aunque, disto mucho de otras a las que les dicen dos veces que son hermosas y ya abren las piernas. Su principal objetivo es llevarme a la cama. Lo tengo claro. Si nos hemos escrito hasta ahora con tanta asiduidad, es porque soy del tipo que le cautiva. Esta cena es la mejor muestra de ello. No lo había intentado antes porque estaba fuera de su radio de acción. Representa muy bien uno de esos personajes suyos que son seducidos fácilmente por lo difícil. Nalguitas jóvenes y mentes chispeantes, reza el protagonista de uno de sus cuentos. Soy una presa a la altura de un hábil cazador, un reto, alguien que lo obliga a crear nuevas estrategias, solo que yo también tengo las mías. En definitiva, soy quien decide. En el juego de la vida, el rol de cazador y presa suele cambiar en dependencia de las circunstancias.

El mesero se acerca para tomar el pedido. Con su camisa blanca, chaleco y pantalón en negro, saluda educado. Dicromático, pingüino tropical, pasa por mi cabeza y contengo una sonrisa. William intercambia con él unas palabras, luego ordena por los dos.

Me pregunto si fue en verdad amor lo que sentí por el padre de mi hija. Nuestro matrimonio no pudo sostenerse más de un año. Todo lo mandé al infierno cuando vi en riesgo mi libertad. Tal vez sea esa la razón de por qué Isabel I de Inglaterra tampoco aceptó hombre alguno a su lado. Le fascinaban las peticiones de matrimonio pero siempre se las ingeniaba para negarse. Rechazó varias en distintos idiomas. Continuamente asediada por pretendientes nobles y monarcas, sólo les mostraba algún afecto cuando descubría en ellos cierto beneficio político. Fue la mujer más inteligente de su tiempo y, para mí, una de las más connotadas de la Historia. Deseaba amarse a sí misma y era vista como una extraña. Lo mismo me sucede en ocasiones.

Muy bien por William. Una comida en un restaurante como este, con la ciudad a nuestros pies, me parece una excelente iniciativa. Fue una sorpresa la invitación, hoy en la tarde, después de que presentara su última novela. Decenas de personas interesadas en una dedicatoria. Los libros, convertidos en una tentación, pasaban junto a mí, abiertos, desbocados. Si no le arrebaté uno a alguien, fue solo porque poseo un ejemplar desde hace algunos meses, autografiado, que me hizo llegar a casa junto a un disco de los Stones. Es además, un fiel seguidor del rock.

Recuerdo el día en que mi madre me mostró el sobre amarillo al regresar del trabajo:

—Lo dejó el cartero en la mañana…

El cartero, que no conocía mi dirección, que nunca había escuchado mi nombre. Un personaje casi anacrónico en estos tiempos. Ni siquiera lo recordaba. El cartero… No el de Neruda. De seguro este también tuvo que llamar dos veces, o más, porque mi madre se embelesa en la cocina y demora bastante en llegar hasta la sala.

—Desde que no llamaba uno. Un poco más y tumba la puerta —agregó animada y su rostro se transformó. Quizás recordó las cartas de mi padre desde Angola, o la angustia de cuando la dejó embarazada de mí y se fue a una guerra de la que, con la gracia de Dios, no demoró mucho en regresar.

William pregunta qué leo en estos momentos. El deseo se inclina, apoya los codos en la mesa y descansa la barbilla sobre sus anudadas manos. La arbitrariedad permanece quieta a mi lado.

Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos... el libro de Rodolfo Martínez que me sugeriste.

Y vuelve a reír, esta vez de forma menos comedida. Sé que a veces le alimenta el ego el hecho de que preste oídos a todas sus recomendaciones, tanto como a su obra. Así lo dicta su naturaleza de hombre, marcando la diferencia: Yo por encima; Yo el Supremo; Yo, Claudio, el Dios. En ciertas ocasiones logra contener esa supuesta superioridad con pequeñas dosis de sencillez, pero en otras se le desboca sin control. Suerte que sé de su erudición para nada envilecida. Es normal que disfrute agradarme, algo que en realidad consiguió hace tiempo, cuando alcancé a descubrirlo como uno de los locos más cuerdos que he llegado a conocer, lejos de toda esa parafernalia roquera que lo acompaña Aunque tampoco me complace cejar en una batalla que apenas comienza…

Expone algunos criterios interesantes sobre la novela de Rodolfo Martínez. De mis preferidas, concluye. Me complace escucharlo.

—Como a ti, a mí me atrae muchísimo —añado a su último comentario—, pero aún no la termino…

Y a pesar de coincidir con una gran parte de sus consideraciones, solo insisto en destacar mi desaprobación para con otras pocas. Ahí va mi libertad, mi derecho al criterio. Como Isabel en sus años de total dominio inglés. Hatshepsut, la reina-faraona egipcia que demostró que este mundo es más que solo de los hombres. Lo percibe y por unos segundos acaricia la copa con agua. Juega a hacer figuras con la humedad del cristal. Como a él, me divierte mucho esta pugna constante, esta imposición sin fin.

Vuelvo a asomarme por la ventana. Ya anocheció. En el fondo, la ciudad, una más del interior de la isla, se ha convertido en dispersos puntos blancos y amarillos.

Una joven mesera nos trae la comida. Castaña, cuerpo no muy voluminoso, bien definido. No escapa a los ojos de William. Cree que no lo percibo. Bien pone en práctica lo que tanto alega en sus textos: Nunca parecerá lo suficientemente hermosa una mujer como para no mirar a las otras… Sí que es un devoto del sexo femenino. Según me ha confesado, no solo le interesa servirse de nuestros cuerpos, no; también desea comprendernos, escudriñar en nuestra psicología, nuestra manera de ver el mundo, hacernos felices y serlo también él. De ahí los fiascos cuando, después de un excelente orgasmo, no ha logrado entablar una buena conversación. Me pregunto de qué le habrían servido tales empeños en el siglo xvi, junto a la reina Isabel.

Lo observo con detenimiento: anillos de calaveras, muñequeras cubiertas de remaches, tatuajes, cutis rasurado, pelo castaño y lacio, por debajo de los hombros, ceñido con una cinta negra alrededor de la cabeza... Es obsesión lo que tiene con su cuerpo. Algo narcisista. Acostumbra a visitar los gimnasios varias veces por semana con la intención de mantener o aumentar su masa muscular: las dieciséis pulgadas de brazos de la que gusta presumir. Le atraen el levantamiento de pesas, las artes marciales… Nada profesional… En eso se parece a mí. Siempre me han interesado los ejercicios físicos, los gimnasios, las pesas; correr en las mañanas por el barrio cuando aún todos duermen. Y de vez en vez, tomar spirulina. Como me recomendó hace meses. Mi constitución es delgada, sin grasa. La grasa es dañina, no importa dónde se acumule; en los glúteos o las piernas. Muchas tienen la idea equivocada de que mientras mayores nalgas y más gruesas pantorrillas, no importa el contenido, mejor: celulitis y flacidez.

La joven pingüina trae los platos con el arroz y la carne. El mesero, la ensalada y el resto del pedido.

William hace un gesto de agradecimiento y toma los cubiertos. Es un hombre dulce en verdad. Tras ese egocéntrico con ínfulas de Thor el asgardiano (¿tendrá esto alguna relación además con su exagerado interés por los cómics?) que muchos suponen mira el mundo de forma extravagante, a través de los tonos desaforados de una guitarra eléctrica, se esconde un ser que gusta de la música de Wagner, Beethoven, Mozart o Bach; el mismo del que Cioran aseguró: si alguien le debe todo, sin duda es Dios. Sin su música la Creación sería ficticia, la nada perentoria.

Por estos y otros encantos despierta mi atención este Eric Adams a lo cubano, como gusta de calificarse a veces. Aunque, por lo mismo, lo condeno. Por conseguir, casi en su totalidad, ser el resultado de su propio ego. Mi otro yo con testículos y pene que termina imponiéndose cuándo y cómo quiere.

La arbitrariedad se acomoda divertida, mientras el deseo crispa los labios.

Levanto la vista y recuerdo a mis padres sentados a la mesa, diciendo que esperan que encuentre un hombre bueno algún día. Y sus rostros se escandalizan cuando digo que no quiero marido. ¿Para qué un marido? Para que te ayude y acompañe. ¿Para qué quiero uno que me ayude o acompañe cuando pueden hacerlo todos, incluyendo los maridos de las otras?, les replico.

William concluye y limpia sus labios con la servilleta. Me observa unos minutos. Toma un poco de agua. Dice algo sobre lo radiante que ve la ciudad a estas horas con sus nuevos ojos: ojos bien alimentados, y ambos reímos.

Al rato se acerca la camarera con los flanes. Él, a una velocidad increíble, nos encuesta a todos: dulces, chicas… Estoy segura, preferiría que fuera otro el postre: ella o yo. Creo atinar. Con preferencia: yo.

En pocos minutos salimos hasta el ascensor. Con disimulo nos miramos en los espejos del pasillo. Lo mismo el deseo y la arbitrariedad, vaya par de presuntuosos.

De vuelta a la Tierra. Tan mortales como el resto. Nos sentamos en un banco del parque, bien cerca de la estatua del héroe que, sobre su caballo, machete en mano, parte a la carga. Como todos en este jodido planeta, tras cada bocanada de aire. William expone algo sobre la presentación de su novela, no sé qué; varios adolescentes en patines desvían en ese instante mi atención. Sí que tengo seguidores en esta ciudad, ironiza por fin. Jocosa, lo acuso de engreído. Él me tira el brazo derecho encima y confiesa que hace días escribe un cuento sobre mí y mi exacerbado feminismo. Bien atractivo, te puedo asegurar, remata imperioso y nos viene, inevitable, la carcajada. Excelente recurso para impresionarme. Pasa un rato explicando todo lo relacionado con el cuento. ¿Ves?, lo tengo to’ pensao, tararea luego, onda tocayo Vivanco, al terminar su exposición. En verdad suena muy bien. Pudiera resultar un excelente relato. Uno que le regale un importante premio y recorra el mundo, como muchos otros suyos publicados en disímiles revistas e idiomas. En tal caso, sí que tendrá que abonar algo por la inspiración. Se lo hago saber, y de nuevo la risa. Quién sabe: yo en los estantes de una librería en Madrid, Barcelona, París.

—Me gusta —digo briosa—. Pero…

Y otra vez el atrevimiento de desafiarlo. Unas pocas opiniones, puntos de vista. Yo y la última palabra.

—Todo ello, como lectora —advierto con cierta autoridad.

—¡Y a quien hay que tener bien en cuenta! Por eso consigues atraerme tanto —arremete él y disimulo en silencio.

El deseo lanza una estocada al aire y la arbitrariedad se mofa en su cara.

Unas finas gotas comienzan a caer. No podían llegar en mejor momento. Corremos hasta el portal más cercano: un bar que acostumbra a estar abierto hasta la madrugada.

—¿Un refresco?

Acepto.

Disfrutamos ver la lluvia. Él no deja de insinuarme sus supuestos desvelos por mi causa. Según explica, después de una noche tan agradable como esta y con tan buena compañía, lejos de dormirse con facilidad, tiene que ponerse a leer...

—Entonces te aportan literariamente muchísimo estas saliditas nocturnas… —lo interrumpo risueña.

Arguye rápido que por eso no puedo negarme a que compartamos las dos próximas noches que le restan en la ciudad:

—Releo La montaña mágica… Me anima sobremanera el acercamiento de Hans Castorp y Clawdia Chauchat —remata sarcástico y se me queda observando.

El desconcierto me asalta. Ambos conocemos de la exagerada extensión de La montaña mágica y del ambiguo comportamiento de la Chauchat durante las aproximaciones de Hans.

Buena indirecta que acabas de lanzarme, viejo cazador. Y dirijo la mirada a la calle y el parque, donde ya apenas cae una llovizna.

Él diserta sobre mis virtudes y todo lo positivo que consiguen despertarle…

Miro inquieta el reloj:

—Hora de volver a casa… —digo—. Es tarde y la nena pasa muchísimo trabajo para dormirse sin mí.

Mueve la cabeza sorprendido. Percibo en sus ojos la ansiedad. Siente que se escapa el primero de los tres días estimados en su plan conquista y no ha conseguido plantear con seriedad su juego, mover adecuadamente las piezas.

El deseo da un golpe con el puño cerrado en su palma izquierda y la arbitrariedad, risueña, le hace un guiño con el ojo derecho.

A los pocos minutos escampa. Me acompaña de regreso y reinicia con sutileza el ataque. Mi defensa es bastante sólida. Ambos lo sabemos. Aunque a veces parezca que dejo algún flanco descubierto.

Como Clawdia Chauchat, juego con lo equívoco para alentarlo.

Y es esa la intención: resistir, minimizar su ego ante el reloj. Apenas supone que pretendo dislocar su estrategia, para, cuando se sienta perdido, y esté casi al tararear la conocida canción de los Stones, “Dead Flowers”, o el estribillo de esa otra de The Smiths: “William, William, it was really nothing”, entonces contraatacar, disponer de él a mi antojo. A bene placito, a piacere, ad libitum.

Al final, seré yo quien lo lleve a la cama.

Cerca de la puerta de mi casa me vuelve a convidar a la peña literaria en que se presentará mañana.

—Lo siento, los sábados son realmente complicados para mí —contesto, disfrazando de rubor lo que bien desearía revelar con una sonrisa, y percibo cómo su rostro se contrae. Durante unos segundos permanecemos en silencio—. ¿Seguro no te pierdes de regreso? —agrego y vuelvo a reprimir la carcajada. En su mejilla izquierda, mi beso de despedida—: No es para nada difícil… solo unas cuadras, recto, y estarás en el centro de la ciudad… ¡Vamos… para quien ha caminado París! —concluyo sarcástica.

Avanzo por el pasillo que atraviesa el jardín hasta el portal mientras susurro un Descuida, mañana nos vemos. Él me observa desconcertado desde la calle. Por instantes me volteo con la mano derecha abierta a la altura del pecho, como en las películas romanticonas. El deseo permanece a su lado, como él, algo serio, y la arbitrariedad se viene conmigo, ambas divertidas, desternilladas hasta nunca acabar.

Unos segundos para abrir y vuelvo a mirarlo. Continúa ahí, frente a la casa, petrificado, sembrado en el asfalto. Entonces me acerco con urgencia y le pregunto si se animaría a pasar. Debí haberlo hecho antes. Fue una torpeza de mi parte, agrego, y me disculpo. A pesar de la hora, un café nos ayudará a platicar un poco más y mejor, y le regalo la más capciosa de mis sonrisas. Él entra silencioso. Ya todos parecen dormidos. Me resulta de gran regocijo verlo en tales condiciones: sonrojado, timorato… Aún no le comento. Ni siquiera imagina que no hay nadie más en casa. La nena se ha ido junto a mis padres adonde unos tíos, de visita a la capital.
 
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